Primera vez que piso el Lliure de Gràcia después de su tan dilatada en el tiempo reforma. La apariencia, perfecta. Urbano, sencillo, sin pretensiones, moderno. Técnicamente, con las últimas tecnologías posibles de aplicar a un teatro. El resultado, gusta.
Harold Pinter. Qué bueno ir a ver algo del Nobel de Literatura 2005. En este caso, su última obra.
Elenco. Fantástico. Todos están perfectos. Todos son famosos. Todos salen guapos. Tan sólo algo preocupante para la gente que queremos tener un hueco en el mundo del teatro catalán: ¿Estamos yendo a ver una obra de teatro, o estamos yendo a ver a unos actores que conocemos de la tele o de la farándula local? ¿Estamos yendo a ver un texto de Pinter, o estamos yendo a ver un montaje de Lluis Pasqual?
Sea cual sea la respuesta, lo que importa es que el teatro, como casi siempre en Barcelona, estaba lleno.
La obra, una delicia. Duración perfecta, 60 minutos sin descanso. Argumento, otra vez, urbano, sencillo, sin pretensiones, moderno. Realmente, no hay casi argumento. Una ventana abierta a un restaurante de lujo, donde se están produciendo simultáneamente dos celebraciones. Las típicas conversaciones banales, o no tanto, salpicadas del surrealismo que va introduciendo un magnífico Boris Ruiz en el papel del camarero un poco impertinente.
Esta vez, hablo en primera persona, fui acompañado de un amigo. Gracias, Pablo
Muy recomendable
Rubén Hernández
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